MUJICA, LO MÁS PRÓXIMO A LA MADRE TERESA
MUJICA, LO MÁS PRÓXIMO A LA MADRE TERESA
La vida, la obra y los resabios reaccionarios de José Mujica, al parecer, tienen profundamente confundidos a los oportunistas y a la izquierda revisionista.
Pero claro, si los llamados “progresistas” y los miembros de la izquierda domesticada se lamentan y se acongojan por la muerte de once militares del aparato represivo del viejo Estado en el Ecuador, resulta lógico que hagan lo mismo ante el fallecimiento de Mujica. No es más que la consecuencia obvia de su lógica conciliadora: lloran por los verdugos y por quienes renunciaron a la revolución en nombre del pragmatismo más conspicuo que pueda existir.
No podemos —ni vamos a— desconocer los años que Mujica dedicó a la lucha armada, mucho menos el hecho de que fue torturado y permaneció encarcelado durante algo más de trece años. Sin duda, fue un alto precio pagado por un proyecto como el de los Tupamaros, limitado por su dirección pequeño burguesa y atrapado en los márgenes del reformismo.
La historia de Mujica es, quizás, la más acabada expresión del folklorismo político que caracteriza a la izquierda domesticada en América Latina. De incendiario, a bombero. Aceptó postularse a la presidencia de la república en Uruguay y, una vez en el cargo, borró con el codo todo lo que
pretendió construir con las manos. Ese solo acto constituyó una negación de su pasado insurgente y una rendición ideológica ante las estructuras del poder de la gran burguesía. Fue una señal clara para esa izquierda miserable que no ve más allá de las urnas y que avala sin rubor el camino burocrático.
Desde el gobierno, Mujica promovió un discurso de tolerancia, diálogo y unidad nacional que, en los hechos, significó la subordinación de las demandas populares a la estabilidad del viejo Estado. Su propuesta de una “izquierda pragmática” se volvió plenamente funcional a los intereses de las clases dominantes.
Se limitó a administrar el capitalismo burocrático, esforzándose en imprimirle un “rostro humano” sin afectar en lo más mínimo los intereses del latifundio, de las grandes empresas ni del capital imperialista. Fue, en definitiva, un continuador del modelo explotador y opresor de las clases dominantes de Uruguay.
Aunque fue víctima directa de la represión estatal, ya en la administración del aparato burocrático, del estado, no solo legitimó sino que defendió el accionar de las fuerzas armadas y policiales bajo el pretexto de la “seguridad pública”. Lejos de desmontar el aparato represivo que lo había torturtado y encarcelado, lo fortaleció, justificando su existencia como columna vertebral de la “democracia” burguesa.
Desde su posición de gobierno, Mujica renegó de la lucha armada, y no solo eso: asumiendo el papel de un consejero senil, disfrazado de sabio popular, difundía mensajes filosóficos desordenados y vacíos de contenido clasista. No dudaba en lanzar diatribas contra la juventud combativa, especialmente contra los sectores más radicales, a quienes tildaba de “iluminados”, “románticos” o “imprudentes”. Su retórica, lejos de alentar la rebeldía organizada, fue profundamente desmovilizadora, condenando cualquier intento de lucha por fuera de los márgenes institucionales.
Su tan exaltado estilo austero fue convertido por los medios internacionales en espectáculo. La imagen del “presidente pobre” sirvió para ocultar el vacío político de su gestión y para despolitizar el debate estructural. Mientras el capitalismo burocrático seguía operando sin freno, Mujica fue vendido como ejemplo de virtud individual, transformando su moralismo en una eficaz cortina de humo frente a la falta de transformaciones objetivas.
Hablar de Mujica es hablar de individuos ideológicamente derrotados, de sujetos domesticados que, en su afán por redimirse ante la vieja sociedad, han devenido en agentes desmovilizadores. Son críticos de la ideología revolucionaria y de los objetivos justos y necesarios de quienes creemos, con vehemencia, en la urgencia de una transformación radical de la vieja sociedad.
Mujica ha sido, para América Latina, una suerte de “Madre Teresa” laica: un gestor del consuelo moral en medio de la miseria estructural. Ha cumplido ese rol con precisión: pretender dignificar al pobre, no para liberarlo, sino para hacerlo aceptar su condición con humildad, resignación y tolerancia. Es el culto al “pobre digno” que no se rebela, que soporta con serenidad la explotación, que abraza al opresor y cree en la fábula de que la justicia puede surgir del corazón del viejo y podrido sistema.
¡ORGANIZAR, COMBATIR Y RESISTIR!